En los últimos tiempos asistimos a un debate dentro de la psicología en relación a su carácter científico, y por tanto objetivo. Desde la defensa de la psicología como ciencia se entiende que solo aquello que puede ser empíricamente validado puede ser utilizado, relegando prácticas no validadas a la consideración de pseudociencias, cuando no de parapsicología.
En este sentido, el avance de las neurociencias, al calor del hegemónico paradigma biologicista contemporáneo dentro de las prácticas “psi”, subraya cada vez más la validez de intervenciones específicas para cada “trastorno” basadas en evidencias empíricas.
De este modo, al igual que dentro de la medicina, la psicología tendría como cometido fundamental el diseño de herramientas científicas específicas para “curarnos” de diferentes patologías que nos enferman.
Sin embargo, este planteamiento es equívoco, ya que bajo mi punto de vista mezcla la visión de la psicología como ciencia (cuyo objeto es producir conocimiento) con el de la práctica generada por la misma (como en el caso de las psicoterapias, etc…) cuyo fin es el de producir un determinado bien social, y que por tanto, siguiendo la reflexión de Alberto Fernández Liria, podemos considerar como tecnología.
En todas y cada una de las diversas escuelas (tecnológicas) psicológicas podemos observar tres diferentes elementos: una orientación teórica, basada en una determinada antropología, en una visión específica en torno al ser humano, una orientación práctica, que estipula los métodos y técnicas que derivan de la base teórica, y por último una orientación ética, que también emana de las dos últimas en muchas ocasiones, de modo implícito, y que dirigen la intervención hacia una determinada concepción de lo que queremos ser en tanto que personas. En este sentido esta perspectiva ética nos permite definir nuestro concepto de cambio, de bienestar, de salud… a modo de guías que nos permitan definir el éxito o no de nuestra tecnología.
Cabría preguntarse, pues, cuál sería la orientación ética de la psicología en el momento social actual.
Una primera aproximación la encontramos en el concepto de “salud mental” heredado de la psiquiatría (impuesto desde los movimientos de reforma de la segunda mitad del siglo XX), que guarda una última relación con un principio de adaptación y normalización, a partir del cual la psicología se encargaría de volver a re-adaptar, a re-insertar a las personas con respecto al orden social imperante. Según esta mirada la psicología tendría como encargo mantener un determinado orden social.
Es por ello que tras la rigurosa acepción supuestamente científica se esconde un determinado modo de entender la realidad que si no está suficientemente explicitada incurre en el riesgo de ocultar una determinada ideología.
La pregunta es, ¿a qué ideología responde la consideración científica de la psicología? ¿A quién sirve?
En este caso reducir la psicología a una ciencia de la salud, a partir de la cual generar tratamientos específicos para personas enfermas o desadaptadas, supone un perjuicio social muy grave bajo el que poder justificar prácticas de control social de la población. Todo ello de manera científica.
Los ejemplos son muy numerosos en la historia de la psicología y de otras disciplinas “psi”… desde la consideración de la homosexualidad como patología, pasando por la colaboración acrítica con prácticas vulneradoras de derechos humanos, la calificación de “hiperactividad” que justifica la medicación para que niños y niñas se ajusten al sistema escolar, la colaboración en la transformación de los malestares de la vida en trastornos a diagnosticar , la reducción de problemáticas sociales sistémicas a patologías individuales, la psicologización de conflictos sociales y políticos, el empleo del “coaching” como herramienta cómplice de prácticas laborales abusivas…
Y es que este paradigma (para nada inocuo) a la base de este poder terapeútico, nos debe hacer pensar a todas las personas profesionales de la psicología sobre nuestro papel como agentes políticos. Si estamos a favor de la persona o a favor del sistema.
Bajo mi punto de vista, la psicología crítica (o la crítica de la psicología) sería como una brújula que nos indicara el camino, para no perder el norte de las prácticas liberadoras que una psicología comprometida en cada momento histórico-social debiera suponer.
No se trata, por tanto, de cuestionar la investigación en psicología o de la ampliación de conocimientos (tanto a través de la investigación cuantitativa como de la cualitativa) sino de preguntarnos por la orientación ética (y por tanto política) de las prácticas generadas por los mismos.
Tendemos a considerar que las prácticas terapéuticas de cada momento histórico son tejidas a partir de la reflexión teórica, cuando en realidad ha sido más bien al revés: la teoría ha sido pensada a partir de la justificación de las prácticas desarrolladas en un determinado momento, que tienen que ver con el encargo social que es solicitada a la psicología.
Este encargo, que ha ido variando a lo largo de la historia, ha tenido un principio similar relacionado con el mantenimiento del orden social hegemónico.
Por eso creo que es urgente llevar a cabo una revisión profundamente crítica, especialmente dentro del cuerpo de profesionales que trabajamos al amparo la psicología de la intervención social, no sea que terminemos colaborando con aquellos sistemas que tratamos de transformar.
Iñaki García Maza, psicólogo crítico y terapeuta Gestalt